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Imaginarios desaparecidos

Una mujer recarga su cuerpo sobre una pala, podría estar agotada o llorando, podría estar agotada de llorar. Pienso en las madres buscando a sus hijos entre la tierra, en el dolor de las víctimas y los deudos, en el vacío que nos han dejado los desaparecidos. Cuando miro las fotografías de Lizette Abraham me asalta todo lo que sé y quisiera olvidar de la guerra, el imaginario de la muerte que han construido los medios y las voces. ¿Cómo enfrentar la guerra? Si el terror es nuestro actual régimen de percepción, ¿con qué estética le haremos frente?

Tenemos una larga historia del arte que nos muestra épicas batallas con grandes triunfos, pero también tenemos una larga historia de la imagen del sufrimiento. Recuerdo una cruenta escena que cíclicamente se repite más o menos desde el siglo X pasando por Giotto, Tintoretto, Rubens o Poussin, donde las madres intentan proteger inútilmente a sus hijos en La masacre de los inocentes. Y aún estamos aquí, frente a las mismas madres que tienen tatuadas en sus ropas las siluetas de sus partos doblemente dolidos. En los Imaginarios desaparecidos, Abraham nos pone una vez más frente al paisaje de la guerra, nos envuelve de anonimato y nos amarra con nudos a la tierra que apila los cuerpos donde aquellas mujeres claman justicia.

Dice Susan Sontag que la fotografía siempre ha estado de la mano de la muerte y escribe un crudo texto sobre el andar de la fotografía entre guerras. A lo largo de sus páginas enlista cómo la barbarie del siglo XX ha sido capturada y documentada con amplia maestría. Sin embargo, yo pienso en Dead troops talk de Jeff Wall y en ese paisaje construído dentro de un estudio fotográfico donde los cuerpos de soldados muertos no sufren sino conviven. Pienso en las fotografías diarias de los medios donde ya no hay personas sino carne desmembrada, donde el dolor no es dolor sino testimonio incapaz de sanar el sufrimiento. ¿Qué hay en el imaginario bélico que hace tan atractiva la fotografía? ¿Será que hay un dejo de belleza en medio de la crueldad?– se pregunta Sontag.

Por desalentadoras que sean las palabras de Jaques Rancière cuando nos advierte que no será el arte quien provoque que una sociedad tome conciencia de su situación y se movilice para cambiarla, también son liberadoras. Al arte no le toca documentar la realidad, esa es labor del periodismo; le toca disentir, ficcionar, chocar hasta quebrar el régimen estético dominante. Tal vez no haya que enfrentar la guerra con más realidad sino enfrentar el terror con ficción. Y con la ficción Rancière exige al arte que construya relaciones nuevas con la realidad, que la cuestione, que la presente y la represente de modos nunca antes vistos, que la reinvente.

Abraham ficciona la guerra construyendo territorios blandos habitados por sujetos sin rostro, mujeres, militares, sombras y gritos. Desplaza la fotografía de los medios para encontrar el dolor oculto debajo de las sábanas, manteles y cortinas de la casa. Como rompecabezas construye, desde la intimidad de su estudio, otro nivel del imaginario de la guerra que no se encuentra afuera, uno donde en medio del terror queda un libro o un retoño que sigue atado a la esperanza.

Rocio Montoya Uribe

-Rancière, J. El espectador emancipado. Ediciones Manantial. Argentina:2010 -Sontag, S. Ante el dolor de los demás. Santillana Ediciones. España:2004